¿Volverá a surgir la vida religiosa? ¿Debería hacerlo?

La hermana Marie Frank, de las Misioneras de la Caridad, prepara en el almuerzo en un comedor de beneficencia, en 2016, dirigido por su orden en un edificio de apartamentos en la sección sur del Bronx de Nueva York. (Foto: CNS/Gregory A. Shemitz)

La hermana Marie Frank, de las Misioneras de la Caridad, prepara en el almuerzo en un comedor de beneficencia, en 2016, dirigido por su orden en un edificio de apartamentos en la sección sur del Bronx de Nueva York. (Foto: CNS/Gregory A. Shemitz)

Joan Chittister

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Traducido por Magda Bennásar

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Traducido por Carmen Notario

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La pregunta a la que pretende responder esta columna es clara: ¿resurgirá la vida religiosa? Sí. Pero, ¿tiene sentido en estos tiempos pensar siquiera algo así? La respuesta es muy sencilla, pero al mismo tiempo puede cambiar la vida. Algunas historias antiguas iluminaron hace tiempo tanto el propósito como la espiritualidad de lo que significaba ser religioso. Incluso ahora, incluso aquí.

La primera de esas historias procede de los relatos de los monjes del desierto.

Un día, el abad Arsenio pedía consejo a un anciano egipcio sobre algo.

Alguien le dijo: "Abba Arsenio, ¿por qué una persona como tú, que sabes tanto griego y latín, le pide consejo a un campesino como éste?". Y Arsenio respondió: "En efecto, he aprendido el latín y el griego, pero no he aprendido ni siquiera el alfabeto de este campesino".

También los maestros zen cuentan una historia sobre la naturaleza del verdadero compromiso religioso.

El monje Tetsugen se propuso como objetivo de  vida imprimir los sutras de Buda en bloques de madera japoneses. Supuso un trabajo enorme y costoso, y justo cuando estaba a punto de acabar de reunir los fondos que necesitaba para hacerlo, el río Uji se desbordó y dejó a miles de personas sin hogar.

Así que Tetsugen gastó todo el dinero que había recaudado en los sin techo y comenzó de nuevo a recaudar fondos.

Un hombre come su almuerzo en un comedor de beneficencia en el sótano de la iglesia católica de San Leo en Detroit, Estados Unidos. (Foto: CNS/Reuters/Mark Blinch)

Un hombre come su almuerzo en un comedor de beneficencia en el sótano de la iglesia católica de San Leo en Detroit, Estados Unidos. (Foto: CNS/Reuters/Mark Blinch)

Pero el mismo año en que consiguió reunir el dinero por segunda vez, una epidemia se extendió por el país. Esta vez, Tetsugen donó el dinero para atender a los enfermos.

Se necesitaron 20 años más para reunir el dinero suficiente para imprimir las escrituras en japonés.

Esos bloques de impresión aún se exhiben en Kioto. Pero hasta el día de hoy, nos dicen, los japoneses cuentan a sus hijos que Tetsugen produjo en realidad tres ediciones de los sutras y que las dos primeras ediciones —el cuidado de los desamparados y el consuelo de los que sufren— son invisibles pero muy superiores a la tercera.

Está claro que los maestros zen saben lo mismo que nosotros: el testimonio, no la teoría, es la medida de la espiritualidad que profesamos. Lo que hacemos por lo que decimos creer es la verdadera marca de la genuina espiritualidad.

Por último, san Pablo es muy claro sobre nuestra obligación común de formar parte de la empresa cristiana. "A cada uno", enseña en 1 Corintios, "se le da la manifestación del Espíritu para el bien común". En otras palabras, se nos da a cada uno de nosotros por el bien de la comunidad cristiana.

Estos dones personales nuestros no son para nuestros pequeños desiertos espirituales privados. Juntos debemos ser mensajeros, modelos y creadores de un mundo nuevo de justicia y amor allí donde estemos.

El modelo de nuestros propios antepasados es más que claro al respecto.

Las comunidades benedictinas cuidaban de los enfermos en los hospicios cuando la enfermedad se consideraba un castigo por el pecado. Nos llaman hoy, pues, a ser figuras sanadoras en todas partes.

Los religiosos fueron testigos públicos de la igualdad a través de un testimonio visible, cuando la esclavitud de unos con otros se consideraba moralmente correcta. Nos siguen invitando a que nuestras comunidades sean hoy un signo de igualdad.

Las comunidades religiosas ofrecían hospitalidad y seguridad en los albergues de sus conventos para los peregrinos que viajaban de un santuario a otro en Europa. Nos llaman a que veamos a Cristo en cada persona que cruza las puertas de nuestras ciudades y los arcos de nuestros monasterios.

La hermana benedictina Úrsula Herrera lleva regularmente alimentos y suministros a un hogar para adultos con necesidades especiales y a un orfanato en el lado mexicano de la frontera entre Estados Unidos y México. (Foto: CNS/Courtesy of John Bivens)

La hermana benedictina Úrsula Herrera lleva regularmente alimentos y suministros a un hogar para adultos con necesidades especiales y a un orfanato en el lado mexicano de la frontera entre Estados Unidos y México. (Foto: CNS/Courtesy of John Bivens)

Se les podía ver en las obras proféticas de las comunidades religiosas que reconocían la difícil situación de la clase obrera, proporcionando alimentos y cuidados a las familias en el pasado y ahora, abogando por una legislación que les liberara en lugar de restringirlos.

En otras palabras, los carismas de la vida religiosa están vivos. Continúan, como la memoria de Jesús sigue presente en nosotros.

Estos carismas no están nunca completos. No están congelados en el tiempo. No están fijos y estáticos, estancados y quietos. Vibran con la vida. Nunca mueren. Son dinámicos, se despliegan y son tan necesariamente nuevos hoy como lo fueron en el alma de los religiosos que nos precedieron.

El carisma, en otras palabras, debe ser constantemente redescubierto, y constantemente reexpresado.

Por separado, solos y juntos, debemos hacerlo visible de nuevo en formas nuevas. Juntos debemos hacer que vuelva a sonar en el nuevo lenguaje de un nuevo tiempo. Las comunidades benedictinas que nos precedieron pasaron de los internados a los programas de formación laboral para los refugiados.

Ahora, centrados en los nuevos pobres, los nuevos centros están tan abiertos hoy a los clientes budistas y musulmanes como lo estuvo para los inmigrantes católicos alemanes, polacos, irlandeses y de Europa del Este para los que comenzó. Ahora vienen con hiyabes, burkas y saris en lugar de los trajes de la época anterior a ésta, pero sus necesidades y esperanzas son las mismas.

Esa conciencia es un grito a los religiosos de nuestros días para que sigamos llevando los valores humanos básicos al centro de todo sistema.

"Ahora no es el momento de ignorar la vida religiosa o de hablar de ella como algo de otra época. Ahora es el momento de renovarla con vigor": Hna. Joan Chittister

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Cuando la naciente sociedad mercantil empezó a consumir la vida de los pobres en aras de un nuevo sistema económico que despojaba a los pobres de la tierra pero no pagaba nada por su trabajo, fue un grito de siglos para que todos participáramos en la renovación y el apoyo a las sociedades golpeadas hoy por la pobreza.

Cuando la nueva industrialización empezó a emplear trabajadores en los puestos de trabajo de las fábricas, pero no dio nada a las mujeres, las religiosas abrieron escuelas para niñas para que se pudieran plantar las semillas de un mundo sin sexismo.

Es la profundidad de esas tradiciones espirituales, la valentía de esas historias espirituales, el compromiso de las religiosas y de los religiosos lo que nos ha traído hasta hoy. Es ese espíritu el que aún conservamos para aquellos que buscan.

Lo que es importante entender es que no todos debemos trabajar directamente con los pobres. De hecho, no todos podemos tener el mismo tipo de ministerio. Son las habilidades y el interés que cada hermana tiene en sí misma lo que decide el don que desarrolla. También determinará a quién sirve y cómo lo hace para el bien común.

Un hombre almuerza en un comedor social situado en el sótano de la iglesia católica de San Leo, en Detroit, Estados Unidos. (Foto: CNS/Reuters/Mark Blinch)

Un hombre almuerza en un comedor social situado en el sótano de la iglesia católica de San Leo, en Detroit, Estados Unidos. (Foto: CNS/Reuters/Mark Blinch)

Yo, por mi parte, no me podría llamar religiosa si ese fuera el caso. Nunca he sido voluntaria en un hogar para indigentes. Nunca he trabajado en un refugio para mujeres. Nunca he servido un plato de sopa en nuestro propio comedor social. En cambio, mi ministerio difunde, cuestiona, incluso exige, que se sirva sopa gratis, no solo para mis hermanas benedictinas que sirven la sopa, sino a las personas de todo el mundo que pueden contribuir con fondos u otro tipo de apoyo para que esa sopa esté disponible.

La cuestión es que cada uno de nosotros debe hacer algo para que la voluntad de Dios y el amor de Jesús sea algo evidente para todas las personas con las que nos encontramos.

La vida religiosa se vive en la cima de la montaña de la oración, inmersa en los gritos del salmista, desafiada diariamente por los profetas, tocada hasta la médula por las exigencias del Evangelio y llamada por Jesús —liberador, redentor, sanador y amante—: "¡Ven, sígueme!".

Es esa llamada la que nos lleva a preguntarnos: "¿Para qué necesitamos hoy a los religiosos? ¿A quiénes luchamos por liberar de las cadenas del rechazo, la pobreza y la codicia?".

Ahora no es el momento de ignorar la vida religiosa o de hablar de ella como algo de otra época. Ahora es el momento de renovarla con vigor.

Desde mi punto de vista, la Escritura (Mateo 10, 7-8) es muy, muy clara:

"Cuando vayáis, proclamad este mensaje: 'El reino de los cielos está cerca. Curad a los enfermos, resucitad a los muertos, limpiad a los que tienen lepra, expulsad a los demonios. Lo que habéis recibido gratis, dadlo gratis'". 

¿Dar qué? Dar nuestras vidas, nuestros corazones, nuestra visión personal de la vida religiosa de nuevo. En este siglo. Ahora.

Nota: Este artículo fue publicado originalmente en inglés el 15 de septiembre de 2022. 

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